La colección de Austen

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domingo, 25 de septiembre de 2016

En la iglesia- "Una fiesta como esta"

¿Por qué, entonces, sigues prestándole atención?, preguntó su voz interna. De repente, antes de que la razón pudiera mitigar su poder, la respuesta pareció resonar, inequívoca, en su interior. Porque ella es mente y corazón, y lo que tú siempre has deseado. Durante un buen rato, quedó atrapado entre la excitación y el terror producidos por su confesión, pero él había sido preparado desde la cuna para la posición que ocupaba en la vida y el deber que tenía con su familia. Cuando se giró, ya había decidido que, por el bien de ambos, nunca volvería a permitir que se escapara por su parte ninguna señal de admiración

Iba vestida de una manera encantadora, con un traje color crema adornado con delicado encaje blanco, sobre el cual llevaba una chaquetilla amarilla mostaza con ribetes verdes. Los colores le sentaban admirablemente bien, notó Darcy, y teñían su piel de un resplandor dorado. La señorita Elizabeth parecía vacilante, mientras observaba al caballero con una curiosa expresión de sorpresa. Sin pensarlo, Darcy avanzó unos pasos y, cuando llegó al lado de la muchacha, se detuvo y bajó la vista al ver su confusión.

—Señorita Elizabeth —murmuró Darcy y se inclinó hacia delante—. ¿Me permite? —Le ofreció el brazo.

—Señor Darcy… gracias, señor.

Era una imagen tan encantadora…; el suave color crema y el amarillo mostaza parecían combinar bien con la manga de su chaqueta . No podrían haber hecho mejor pareja si lo hubiesen planeado.

Era un himno que Darcy no conocía, así que prefirió escuchar en lugar de tratar de seguirlo. El hecho de que a su lado se encontrara la dama cuya voz tanto le había gustado la semana anterior fue un mayor estímulo para guardar silencio. Y no se sintió decepcionado; la voz de Elizabeth sobresalía con tono seguro, con un sentimiento y una gracia que lo conmovieron profundamente. En el último verso, Darcy unió su voz de barítono a la voz de soprano de ella, lo cual provocó la risa a un par de jovencitas que estaban delante. Para aumentar su indignación, Elizabeth parecía no poder contener la tentación de unírseles, y tuvo que ponerse rápidamente la mano enguantada sobre la boca, mientras lo miraba con gesto travieso. Darcy la ignoró con arrogancia y dirigió su atención al vicario.

Llegó el momento de la confesión dominical. Darcy murmuró la oración de memoria, sin detenerse mucho pues creía que las frases que se referían a la desobediencia y la ingratitud eran de poca aplicación. Cuando llegaron al momento en que se incluía en la lista el pecado del orgullo, Elizabeth se movió junto a él, y con delicadeza, pero claramente, carraspeó. Esto le proporcionó a Darcy la justificación perfecta para hacer énfasis en el siguiente pecado: la obstinación, de una manera que ella no podía pasar por alto.

Darcy sacó otra vez su libro de oraciones y pasó rápidamente las páginas en busca de esos pasajes.

—¡Tch! —Darcy bajó la mirada al oír el sonido que provenía de la desconsolada actitud de Elizabeth, que se mordía el labio inferior con consternación y contemplaba sus manos vacías. Después de dudar sólo un segundo, puso con galantería el lado izquierdo de su libro entre las manos de ella e inclinó la cabeza para acomodarse de manera que ella también pudiera ver.

—Dios todopoderoso, concédenos la gracia… —leyeron juntos. Inclinado sobre el libro, el aliento de Darcy hacía temblar los rizos que flotaban alrededor de las orejas y las sienes de Elizabeth, distrayéndolo poderosamente de la página que compartían—, para que podamos alejar las obras de la oscuridad y ponernos la armadura de la luz… —Haciendo un gran esfuerzo, Darcy logró concentrarse en el texto y fue capaz de terminar sin que su mente se desviara por peligrosos vericuetos. A su lado, Elizabeth se recostó contra el duro banco, buscando de manera inconsciente una posición cómoda para escuchar el sermón del reverendo Stanley. Los intentos de Darcy por hacer lo mismo fueron totalmente infructuosos. Si quería tener éxito en extinguir cualquier idea de que Elizabeth Bennet tenía la mínima influencia sobre su felicidad, su comportamiento hacia ella ahora sería definitivo.

La prolongada proximidad con Elizabeth en la iglesia lo había perturbado y ciertamente había contrariado su plan de permanecer lejos de ella hasta que se marchara.

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